sábado, 28 de enero de 2012

El celofán estropeado de un ala colibrí


Pedro Lemebel
La Nación, Domingo 5 de Febrero de 2006

Recuerdo que Margarito era tan frágil como una golondrina crespa en la escuela pública de mi infancia. La escuelita Ochagavía, “eres mi norte, luz y guía”, cantaba el himno de la mañana escolar ya borroso en los tierrales de la zona sur. Esas nubes de polvo donde los niños machos pichangueaban el recreo, los hombrecitos proletarios, tan diminutos y ya ejerciendo las ventajas del machismo burlón, humillando a Margarito, riéndose de él porque no participaba del violento rito de la infancia obrera.

Y parecía que Margarito, vaporoso, despreciaba la prepotencia matona de esa enana virilidad, esa única forma de comunicarse que practican los hombres. Por eso se aislaba en la soledad mocosa de anidarse en un rincón del patio. Margarito nunca reía en la bandada jilguera que animaba la mañana. Margarito no era feliz, como todos los niños, a esa edad cuando el mundo es una pelota de barro azul. Margarito tenía los ojos grandes, siempre a punto de llorar, al borde lagrimero de su penita; por cualquier cosa, por el chiste más insignificante, soltaba la muda catarata de su llanto. Margarito era así, un pajarillo sentimental que regaba la tierra seca de mi escuela pobre. Margarito era el hazmerreír de la clase, el juego preferido de los cabros grandes gritándole: “Margarito, maricón, puso un huevo en un cajón”. No lo dejaban en paz con la letanía cruel de ese coro que no paraba hasta hacerlo llorar. Hasta que sus ojazos nerviosos se vidriaban con el amargo suero que hería sus mejillas. Margarito era así, un pétalo fino en medio de la borrasca pioja del piñén estudiantil. A esa edad, cuando la niñez asume la perversión como un entretenido juego torturando al más débil, al más diferente del colegio. Y ese era el caso de Margarito nombrado así, burlado así por los pailones del curso que, groseros, imitaban su caminar de pichón amanerado cuando tenía que salir a la pizarra transpirando, como pisando huevos en su extraño desplazamiento de cigüeña cachorra rumbo a la patriarcal educación.

Lo recuerdo tan solo en ese tristísimo exilio de princesita traspapelada en un cuento equivocado. Lo veo así, al borde de la crisis esa mañana del ’60, cuando Caritas Chile regaló un montón de ropa norteamericana para la escuelita Ochagavía. Eran fardos de pantalones, poleras, zapatos y camisas que los curas habían seleccionado para los niños varones. Tiras usadas que el imperio repartía a Sudamérica para tranquilizar su conciencia. Trapos multicolores que los chiquillos se probaban entre risas y tirones. Y en medio de ese juego apareció un vestido, un largo y floreado camisón que los cabros sacaron calladamente del bulto. Lo extrajeron mirándose con maldadosa complicidad. Margarito, como siempre, flotaba más allá del bullicio en la balsa expatriada de su lejano navegar. Por eso no se percató cuando lo rodearon sujetándolo entre todos, y a la fuerza le metieron el vestido por la cabeza vistiéndolo bruscamente con esa prenda de mujer. Creo que nunca olvidaré esa escena de Margarito con los ojos empañados, envuelto en la percala floral de su triste primavera. Lo veo, a pesar de los años, interrogando al mundo que se cerraba para él en una ronda de carcajadas. Lo sigo viendo acurrucado, como una palomita llorona mirando las bocas burlonas de los niños, desfiguradas por el océano inconsolable de su amargo lagrimal.

Han pasado los años, llorosos, terribles, malvados, y jamás se me borró ese cuadro, como tampoco la chispa agradecida que brilló en sus pupilas cuando, compartiendo las burlas, me acerqué para ayudarlo a quitarse el vestido. Nunca más vi a Margarito desde ese final de curso, tampoco supe hasta ahora qué pasó con él desde esa violenta infancia que compartimos los niños raros en el caracoleante escupitajo de los días que vinieron coronados de crueldad. Es posible que su pasar de alondra empapada haya naufragado en esa travesía de intolerancia donde el trote brusco del más fuerte estampó en sus suelas el celofán estropeado de un ala colibrí.

Esta crónica fue leída en Radio Tierra hace algún tiempo. Y llamó por teléfono una auditora para contarme que ella había sido vecina de Margarito. También me dijo, con la voz quebrada, que antes de cumplir los 20 años lo habían asesinado a piedrazos en la Panamericana Sur de Santiago.

Le agradezco a Lalito un gran amigo mio haberme compartido este relato.

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